Perfeccionismo, autoexigencia y miedo al fracaso.

 

Eres lo que haces: hazlo mejor

Leí un día en la biografía de Madonna -la que escribió esa rata del hermano- que la estrella del pop siempre tenía en su mesilla de noche una hoja de papel. Allí la cantante apuntaba cada mañana una lista de tareas pendientes. Por la noche, cada uno de esos puntos tenía que estar tachado. “Así una chica cualquiera llega a ser un icono del pop y a hacer giras con vestidos de Jean Paul Gaultier”, pensé mirando mi mesilla vacía.

En el mismo instante me acordé de una compañera que tenía en la universidad. Era una de esas chicas que siempre logran lo mejor, pero nunca parecen disfrutarlo. Un día me contó que con siete años ya limpiaba la casa, se hacía la cama y cuidaba de sus hermanitos. “Era toda una mujercita, y como era tan buena, mis padres me compraron una pizarra y muchos post-it de colores. Así podía organizarme y escribir todo lo que tenía que hacer. Me gustaba mucho pegar esos papelitos: amarillo, rosa, azul. Uno al lado del otro, todos en fila.”

 

Definiendo el perfeccionismo

Con esa compañera de la universidad no mantuve contacto: no cabe la mínima duda de que habrá llegado muy lejos. Sin embargo, puedo afirmar que no disfrutó mucho de esos años: siempre vivía en función de un examen, como si de esa nota dependiera toda su vida. A veces se le notaba cierta ansiedad.

Glenn Hirsch define el perfeccionismo como la creencia de que hacer errores es inaceptable. Las personas perfeccionistas muy a menudo piensan que los posibles fallos les harían menos exitosas, menos dignas y menos queribles. Su identidad y su autoestima dependen de lo que hacen. Se perciben como la suma de una serie de resultados prácticos, concretos y visibles. Para alcanzar sus objetivos utilizan excesivamente la autoexigencia y la autocrítica. Esto a veces causa cierta ansiedad subyacente.

El perfeccionismo tiene como consecuencia ciertas conductas que se mantienen en el tiempo y se generalizan (Fursland, Raykos y Steele, 2009) : dificultades para tomar decisiones, excesiva atención a pequeños detalles, imposibilidad para delegar tareas por desconfiar de los demás, exceso de tiempo dedicado al trabajo y -aunque pueda parecer una contradicción- incluso rendición por no sentirse capaz. Este último aspecto nos lleva a introducir el concepto de la autoestima.

 

Perfeccionismo con alta autoexigencia y baja autoestima

Sería un error considerar perfeccionistas solo esas personas que logran sus objetivos. En mi práctica clínica trabajo muy a menudo con personas deprimidas, bloqueadas o resignadas. Tienen un listón muy alto, imaginan que es sumamente importante alcanzarlo y están profundamente convencidas de que no lo lograrán.

Se identifican con lo que hacen, pero creen que nunca lo harán bien.

“Nunca tendré ese cuerpo”, “nunca conseguiré un trabajo digno”, “nunca escribiré ese libro”. Viven las 24 horas con una voz en la cabeza que les recuerda lo ineptos que son, alternando entre ansiedad y depresión.

A veces les pregunto de quién es esa voz. Algunos lo saben muy bien: “es la voz de mi padre, que se reía de mí”. “Es la voz de mi madre, cuando decía que no sabía hacer nada”. “Es la voz de esa profesora que me humillaba”.

Otros no entienden la pregunta: es como si esa voz estuviese en una caja y diera miedo abrirla.

 

Perfeccionismo con alta autoexigencia y alta autoestima

Luego hay esas personas que son como Madonna: saben que pueden lograr sus objetivos. De hecho, no hay quien pueda pararlas: lo logran todo. Pero luego en lugar de disfrutarlo, aprovechan el tirón para exigirse más. Lo que alcanzan, una vez alcanzado, ya no tiene sentido: hay otra meta más importante.

Lance Dodes define estas personas como unhappy achievers (logradores infelices) y habla de la obsesión para alcanzar objetivos como si fuera una adicción.

Tienen un trabajo excelente, buenos ingresos y gente que los admira; sin embargo, se sienten vacíos la mayoría del tiempo. Alcanzan una meta tras otra pero no encuentran la satisfacción que buscaban: los demás parecen ser más felices y no entienden por qué. Esto les lleva a vivir sintiéndose solos y diferentes, con un nivel de ansiedad en las nubes. En algunos casos sus preocupaciones les llevan a asumir cierta grandiosidad, incluso cierto narcisismo: “Con todo lo que tengo que hacer, no tengo tiempo para escuchar estas tonterías”. En las relaciones sociales, la espontaneidad disminuye. Aparece la competencia.

Volvemos a la perversión del pragmatismo; también ellos aprendieron que la gente los quiere por lo que pueden lograr: una posición social, un trabajo, cierto poder. La idea de que esto pueda acabarse, de un día para otro, les genera ansiedad: quitando los resultados alcanzados, no quedaría nada.

 

Autoexigencia, autoestima y amor condicional

Sea que tengan baja o alta autoestima, las personas perfeccionistas acaban viviendo con mucha ansiedad: les persigue el fantasma del fracaso.

Muy a menudo se vuelven egocéntricas e incapaces de empatía: están excesivamente centradas en sus metas. Son fácilmente irritables y miden todo en función de un tiempo que siempre es escaso. Se pierden en pensamientos todo-o-nada: cualquier cosa es algo que se alcanza o que no se alcanza, no hay alternativas en el medio. Para ellos los errores no sirven para aprender, representando solamente la exposición a la crítica y la vergüenza. El precio de todo esto es una identidad rígida, poco empática y pobre. Siguen siendo niños que intentan “hacerlo bien” sin sentirse nunca satisfechos de los resultados. Les falta algo.

Jeffrey Young asocia este problema con haber crecido en entornos de amor condicional. En su teoría, estas personas tan exigentes consigo mismas fueron aceptadas y apoyadas “con condiciones”. “Te quiero cuando sacas buenas notas y cuando recoges todo como una mujercita”. “Te quiero cuando no lloras y cuando juegas al fútbol como hacían tus hermanos”. Sobre todo, “te quiero cuando no me creas problemas”.

A veces el amor condicional se aprende también por observación: “mi padre era una máquina, siempre trabajaba duro e incluso hoy en día, que está jubilado, se levanta a las 5 para hacer cosas”. Otra manera de aprender el amor condicional sería la exposición a una critica excesiva y machacante. “Eres tonto”, “no sabes hacer nada”, “eres un perezoso”, “mira lo que ha hecho el se-ño-ri-to”.

 

Ser o hacer en la era del 2.0

El contexto cultural en el cual vivimos tampoco ayuda mucho a la hora de abordar el problema. Es un momento histórico de objetivos. Por ejemplo, cinco kilos en un mes, abdominales en una semana y caras sin arrugas en un día. Bienvenidos a un mundo de imperativos y de eficiencia; bienvenidos a un mundo de ansiedad.

El miedo al fracaso se generaliza en los ámbito más íntimos: los sentimientos, las relaciones, el sexo. La estabilidad que se persigue se pierde en un horizonte de objetivos que nunca se llega a alcanzar. “Cuando se acabe este proyecto, dedicaré más tiempo a mi chico”. “El día que consiga un trabajo mejor, me plantearé tener pareja”. “Cuando perderé 20 kilos, todo el mundo se fijará en mí”.

Ha llegado el momento de admitirlo sin rodeos: el perfeccionismo en sí es necesariamente una propensión al fracaso.

Da igual cuánto uno corra: no siempre lo que se logra es lo importante. A veces los mejores resultados están en el proceso y en lo que nos ha permitido aprender y sentir.

 

La tarea más difícil

Esta puede ser una buena ocasión para parar de hacer cosas a lo loco. Ya falta poco para acabar este artículo, no te preocupes. Cuando se acabe, podrías tomarte un par de minutos y mirar lo que tienes alrededor. ¿Qué dice de ti? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Y cómo te sientes justo en este momento?

Si tienes un espejo, ha llegado el momento de cogerlo para entender qué sientes al mirar esa cara. ¿Te gusta? ¿Puedes mirarla o te cuesta? ¿Cómo ha cambiado con el tiempo?

El reto más grande lo tienes frente a ti.

No se trata de hacer nada -de aquí la dificultad del reto-, se trata simplemente de mirar esa cara y de aprender a quererte, hagas lo que hagas.

Para algunos, la tarea más difícil del mundo.